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LECTURA AL ATARDECER

En un diario cualquiera estoy leyendo:
«Un submarino atómico fue hundido
por fuerzas misteriosas...» Y suspendo

la lectura y me oculto adolorido,
con los ojos a ras de ruina y tierra,
girando en la penumbra y el olvido

de tanta angustia como el mundo encierra,
y ojos y manos en silencio junto.
Tanta impiedad mi corazón aterra

y ya casi sonámbulo pregunto:
¿Tuvieron esperanza esos soldados?
¿Qué quedó de su vida en aquel punto

del hundimiento? ¿Fueron devorados
por el mar implacable en un segundo?
¿Tuvieron esperanza esos soldados?

La pregunta me hiere, ¡oh triste mundo
parecido a una trágica cisterna,
con un rostro sangrante en lo profundo!

Salgo a mirar hacia la vida externa.
Un niño pasa. Y pienso, en mi descanso:
¿qué será de este niño que se interna,

no cual una barquilla en un remanso,
sino en orbes de llamas homicidas?
Torno a mi soledad de siervo manso,

y apenas con las luces encendidas
a las seis de la tarde, estoy leyendo
muchas cosas quizá desconocidas:

un avión propulsor que estaba haciendo
maniobras de luceros y soldados,
estalló en el espacio. Oigo el estruendo

de ruedas y motores calcinados,
y pregunto con súplica insistente:
¿tuvieron esperanza esos soldados?

Inclino en lenta sumisión la frente
y leo otra noticia rezagada:
«anteayer, en Vietnam, súbitamente

fue una escuela de niños bombardeada».
Y siento que una mano enceguecida
me da en el corazón honda estocada.

Mi jardinero espíritu, a la vida
pregúntale: ¿quién abre en mis costados
esta mortal y rencorosa herida?

¿Tuvieron esperanza esos soldados,
los cosmonautas mártires caídos
y los niños inermes bombardeados?

¡Oh mundo que conviertes tus sentidos
en una enorme y funeral hoguera,
desde la maravilla de los nidos

a la crucifixión en la trinchera!
La mano encumbro en actitud de lira
de cinco resonancias, cual si fuera

todo mi ser un himno que suspira
por la paz de los vivos y los muertos,
arrastrados al fondo de la pira.

Y canto a los purísimos desiertos
y al león semental y a los ganados,
y a las blandas colinas y los huertos,

y de pronto mis labios azorados
preguntan a los aires enemigos:
¿por qué fueron los niños bombardeados?

Paz y esperanza, escribo a mis amigos
con mi letra de araña tejedora,
sepultada en los musgos y los higos.

Y encumbro la otra mano pulsadora,
y soy diez cuerdas dígitas cantando
a la naturaleza constructora.

Y, laúd decimal, brillo danzando
sobre la negación, y danza y danza
mi espíritu sinfónico, escuchando

los triunfos del amor y la esperanza.
Paz y esperanza, escribo a mis amigos.
Y un sol sin senectud arde en mi lanza

del color de la sábila y los trigos
y la roturación de los arados.
Mas, de pronto, a los aires enemigos

oigo batir los muros almenados,
y vuelvo a preguntar con insistencia:
¿tuvieron esperanza esos soldados?

¡Ah mi simplicidad sin resistencia
para la angustia de la extraña herida,
y la incineración de la inocencia!

Mi espíritu se aleja de la vida
sobre un caballo de cristal y espuma,
que luce al galopar lirios por brida.

Yo impediré que el odio lo consuma.
Mi instinto de jinete es cabalgarlo
sin que le invada el corazón la bruma.

Trenzador de sus crines, he de amarlo
más allá de la muerte. Y cuando muera,
en medio de palomas sepultarlo.

Así, al atardecer, en un cualquiera
periódico del mundo, estoy leyendo
tanta noticia cruel que uno quisiera

que no fuese verdad, y padeciendo
por los niños que fueron bombardeados
cuando estaban inermes, conociendo

la verdad de la vida, ensimismados
en sus pequeños libros de lectura.
¡Pobres niños! me digo, incinerados

por un mundo que bebe su amargura
y come un pan con ácidos dementes,
revueltos en la blanca levadura.

Salgo a mirar las cosas y las gentes.
Delante de mi casa hay un gran pino.
¿Sufren, tal vez, sus ramas penitentes?

¡Ah, no lo sé! Paréceme divino,
como implorando paz en esta hora,
para una humanidad que a su destino

tiene atada una estrella destructora.
Ya son las siete de la tarde. El viento
regresa en calma tímida, insonora.

Busco mi asilo defensor y siento
que algo me oprime. Pienso en los soldados
en el fondo del mar. El sufrimiento

se me vuelve tenaz. En los costados
de mi espíritu humilde, una estocada
destrúyeme los sueños dibujados

allá cuando la vida era contada
por mi padre, como un cuento sin brumas,
y mi credulidad iba montada
sobre un caballo de cristal y espumas.

autógrafo

Germán Pardo García


«Sacrificio» (1943)

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