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VULGAR ELOGIO MARINO

Tus días son de sal, luz y corales,
y tus noches pavesa de lucero.
Bronco mar absoluto y compañero
de orillas y criaturas naturales.

Patriarca de llanuras que tú mueves
sin cansarte jamás, y ese es tu asombro;
con tu viejo pelícano en el hombro
y en las barbas crepúsculos y nieves.

Mirando tus convulsos laberintos,
grande es vivir y sorprender que nada
se parece a tu prisa sosegada,
ni a tus días iguales y distintos.

Mar inglés o mestizo americano;
de Malaca, o del Sur, mar espejismo,
que en cada litoral eres tú mismo,
como el agua en el cuenco de la mano.

Almirante de escuadras sumergidas.
Capitán de la angustia aventurera.
Corsario tras la bárbara escollera.
Marinero sin patrias conocidas.

Unos días, tus aguas, avellanas
semejan por lo rubias o lo rojas;
y otros días tabaco en cuyas hojas
ardieron tropicales resolanas.

En disfraz de gitano o de beduino,
vas a la Arabia; y de su oscuro fuego
robas café, para cambiarlo luego
por seda y nácar y alabastro chino.

Y, pues hablas idioma de señales,
viaja tu sol sin que le nieguen puerto,
desde las llamaradas del Mar Muerto
hasta los fiordos de los esquimales.

La hipocondría gris de las ballenas
refugias cuando están abandonadas,
y bruñes con las manos escarpadas
al tifón levantisco sus melenas.

Detrás de los canallas malecones,
te escupen; y una música de bares
desata sobre ti ritmos vulgares,
como el ajenjo de los bodegones.

Recibes el ultraje y no te humillas.
Al burgo vas en clandestino asalto,
y con el pecho ecuatorial en alto
haces que te saluden de rodillas.

Contra el palo mayor clavas confines;
y a un estruendo de rútilas ajorcas,
estrangulas tormentas en las horcas
de tus desesperados bergantines.

En tu muestrario de mercaderías,
al azar de un instinto vagabundo,
tu prodigalidad bríndale al mundo
verde horizonte de calcomanías.

Las sonámbulas tribus de elefantes
surgen de ti cual primitivas moles,
aturden tus oídos - caracoles
con su angustia de bestias suplicantes.

Tu fulgor azafrán tórrico y flavo,
alternas con las nórdicas espumas,
que humedecen abismos a las brumas
en tus ojos de reno escandinavo.

Del índico archipiélago arrebata
tu sed limones y holandesas piñas,
y con canela de Bangkok aliñas
los ponientes de súbita escarlata.

Los veranos con zumos de maderas
te dibujan naranjas mandarinas,
y el bochorno se aduerme en tus colinas
como sobre el color de las panteras.

Tu lustre de charol limpia las botas
al pingüino; moluscos abrillanta
y ciñe tornasol a la garganta
con línea espiritual de las gaviotas.

Mar de escafandra y muros transparentes,
descubres los rencores escondidos
de los pulpos; las conchas en sus nidos
y la viscosidad de las serpientes.

Mar con lluvia ligera eres el baño
del arcoiris que tiñó de aceite
contornos grana, y el lustral deleite
de los cangrejos de marfil castaño.

El mar de Italia canta en el idilio
de sus liras, geórgicas serenas,
y derrama las copas de sus venas
sobre los olivares de Virgilio.

Enfrente del Cantábrico, las olas,
como en una triunfal tarde de toros,
abren capotes de sangrientos oros
al son de las guitarras españolas.

El mar ruso escarmena los felpudos
climas del polo; en temporales rocas
absorbe su vigor grasa de focas,
y vístese con piel de osos membrudos.

Del mar de Australia con orientes puros
de eucaliptus y dátiles morenos,
el salto de la playa a los terrenos
imitan los elásticos canguros.

El mar de la mañana se desprende
de un cuento con esencia de vainillas,
y ensenadas y costas amarillas
y remolinos que el otoño enciende.

El mar del mediodía, alborotado
como un joven león, brisas caldea
y enárcase voraz cuando olfatea
la fuga del antílope azorado.

Mar de la tarde lleno de caminos
hacia una claridad sin movimiento,
con la red desplegada a sotavento
pescas rumor de imaginarios pinos.

Mar de la noche cual ninguno amargo,
al pie de universales catacumbas,
torvo en el tiempo funeral, retumbas
tu penitencia en el mutismo largo.

Y, por último, mar de los escombros
astrales y las altas agonías
oyes pasar las sombras y los días
con tu viejo pelícano en los hombros.

autógrafo

Germán Pardo García


«Las voces naturales» (1945)

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