EL ESPEJO DE LAS HADAS
La virgen de la espada al cinto visita el remanso profundo para ver la imagen de su galán, devuelta de entre los muertos. Contenta su propósito sin bajar del caballo rebelde.
La virgen ciñe en ese momento una corona de ortigas, la del rey Lear, víctima de su presunción.
Se envanecía de su felicidad al ensalzar con elogio redundante los méritos del galán y la escucharon los celadores del orgullo, los aviesos ministros del Destino.
La muerte asume el gesto de un viejo socarrón e interrumpe el camino del amante a la entrevista apasionada. Consigue indignarlo con sus parábolas ambiguas y lo burla y lo derriba con una suerte de su tridente, arma desusada.
Ovidio, el fabulista de los gentiles, habría decantado el llanto de la mujer en una elegía ronca y la habría convertido en un ciprés, anulando la figura humana.
Las hadas septentrionales, reconciliadas con el niño Jesús y partícipes de la fiesta de su nacimiento, se compadecieron de un amor desventurado y permiten la aparición de la sombra en la cuenca de su lago de zafir.
José Antonio Ramos Sucre