ELEGÍA DEL TRIGO
A Ricardo Senabre
Nací siendo una idea
y en un vaivén de acordeón crecía
germinando mi frente
una fraternidad de mar y cielo.
Traía de la noche de la nada
mi corazón de estrella,
ya vencidas
las discordias del fuego,
los trogloditas pedernales.
No hay músculo que sea analfabeto
a mi querencia. Soy
creación sin tacha,
cabezal de aleluya,
noria de enhorabuenas.
Todos luchan por mí,
un dios viviente
timoneando océanos,
esclareciendo minas,
enjalbegando penas,
un dios que nunca deja de estar vivo
y que llaman el pan de cada día.
Y ahora estoy en medio de las gentes
subrayando
los signos de un zodíaco de amarguras,
casi discriminando servidumbres
de mis ancestros siderales.
Mi zurco de harina
arrulla las fronteras.
Todas las patrias
caben en mi seno,
patrias que canten, besen y forniquen,
se den la mano,
fumen y conversen
bajo un olivo de palomas.
Así es como me quiero,
nunca en el parador de la impotencia
de silos y mazmorras.
Odio,
odio por toneladas
la camisa de fuerza que me impide
aletear los huesos de los niños,
hozar mi miga por sus vientres,
tornear en la concha de su oreja
mi crujiente mejilla,
ser viento de su sangre
moviendo los visillos de sus sienes
y troquelarme en júbilo de sexos
muslos abajo de los ríos,
aguas arriba del amor.
Soy alma universal, pero no puedo
saltar con mis espumas
riscos de nombres propios
escritos con mayúsculas
de filos de puñales.
Y lo mejor de mí se queda fuera
de los cuadros sinópticos
en los cuales entierran los tecnócratas
los bostezos del hambre sobre el nivel del mar.
No caminan mis pies.
Me engranan a relojes sin tic, tac,
me vendan la conciencia,
me inmolan en palacios
donde celebran juntas los halcones
y hablan de mí como si fuera otro,
endomingados de solemnidades.
Y me obligan a piel de cocodrilo,
pasto sin comensales,
balas que matan sin herir,
todos los artilugios que destruyen
mi vuelo enamorado.
Gracias, ratón, que vienes a morderme
burlando lodazales
de dólares y libras.
Gracias por convertirme
en parte de ti mismo.
Al menos tú redimes
mi cuerpo a dentelladas.
Pedro García Cabrera